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Carta abierta de Carlos Entrambasaguas
El próximo día uno de septiembre vuelvo al aula como profesor después de nueve años como director general del colegio y otros seis desempeñando diferentes responsabilidades en el equipo directivo, iniciando así una nueva etapa.
En estos quince años hemos atravesado por una grave crisis económica, se han promulgado y aplicado con desigual fortuna un número excesivo de leyes educativas y se ha desencadenado una pandemia que a su vez ha traído otra crisis económica además de mucho dolor. Se ha renovado casi un cuarenta por ciento del claustro, se ha estabilizado y mejorado la apuesta por el inglés, hemos obtenido grandes resultados académicos en PISA y en el acceso a la universidad, hemos profundizado en nuestra identidad como colegio jesuita y nuestro proyecto educativo se ha enriquecido con la integración del colegio del Niño Jesús, que nos abre iniciar un camino nuevo y muy ilusionante. Es un momento de balance para mí, y por eso me tomo la libertad de dirigirme a la comunidad educativa del colegio posiblemente por última vez.
Aunque hay muchos elementos positivos, se diría que vamos configurando una sociedad cada vez más desigual y fracturada, más polarizada, que en la práctica parece emplear las emociones más primarias como única categoría de la construcción de la realidad, con lo que eso implica de dificultar casi cualquier diálogo hasta hacerlo virtualmente imposible.
Se diría que vivimos en una sociedad que aprecia mucho más los resultados que los procesos, que busca atajos, que omite el esfuerzo y no valora la rectitud, ni las trayectorias ni el compromiso a largo plazo frente al éxito inmediato a casi cualquier precio. Se diría que construimos una sociedad de personas incapaces de asumir la frustración, basada en una falsa idea de individualismo omnipotente que esta pandemia que vivimos se ha encargado de tirar por tierra de forma irreversible.
Los filósofos modernos hablan de la sociedad de la auto-explotación que conduce a un árido vacío interior. El Papa Francisco habla de la necesidad urgente de trabajar por una sociedad basada en la reconciliación de las personas consigo mismas, con su prójimo y con la naturaleza. Todo parece ser enormemente complejo, tanto que podríamos caer en la tentación de pensar que nuestros hijos van a vivir una vida peor que la nuestra, pero yo me resisto a aceptarlo. Es posible, e incluso sensato que nuestros hijos tengan que vivir una vida más austera que la nuestra en lo material, pero eso no significa peor.
Nuestros hijos tendrán que vivir una vida en la que la conciencia de que todo y todos estamos interconectados será básica para poder ser pleno y feliz. Tendrán que comprender que no solo es una cuestión de interconexión sino de interrelación, que lo que les pase a los demás nos afecta y nos incumbe a cada uno de nosotros. Tendrán que abandonar la falsa sensación de invulnerabilidad en la que nos empeñamos en creer y aceptar que somos vulnerables y que por ello necesitamos los unos de los otros para poder vivir dignamente. Tendrán que aceptar el peso de su responsabilidad individual como algo inalienable a lo que no podrán renunciar. Una responsabilidad entendida como la capacidad casi única que poseemos las personas para cambiar las cosas a mejor, para hacernos cargo de la realidad, cargar con ella si es preciso y encargarnos de contribuir a la creación de un mundo mejor, sabiendo que lo que nosotros no hagamos no será hecho porque nadie lo va a hacer por nosotros. Nada de esto puede lograrse sin la educación.
Es la educación la que tiene la capacidad no de preparar para el futuro sino de anticiparlo, la que genera las condiciones de posibilidad para un mundo mejor pero no en el futuro sino aquí y ahora, es la educación la que nos permite vivir permanente abiertos a la esperanza. A esto me he dedicado todos estos años, y a esto quiero seguir dedicándome desde donde quiera que esté en el futuro.
Termino.
Hace unos días, un amigo me recordaba que en mi primera reunión de padres como director del colegio empleé una cita del Libro del Eclesiastés que me gusta mucho. Es aquella que dice que hay un tiempo para cada cosa. Es cierto. Hay un tiempo para cada cosa. Sigue siendo tiempo de nacer, de plantar, de construir, de sanar, de todo lo que crea y educa, y en todo eso quiero estar.
Pero para mí, ahora, ha llegado también el tiempo de guardar silencio.
Muchas gracias.
Carlos Entrambasaguas Arregui
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